Si
pongo como referencia la fecha del 27 de febrero de 1981, a la mayoría de
aquellos que aún se pueden mojar la barriga, la fecha le resultará poco o nada
llamativa; a los que ya nos cuesta humedecernos las rodillas, incluso en el mes
de agosto y con 40 rayitas de las de Anders Celsius teñidas de añil, si forzamos la memoria fotográfica, veremos
una Glorieta de Embajadores a rebosar de gente clamando eslóganes contra la
asonada producida el día 23 anterior.
Este
aprendiz de pendolista, que por aquellos entonces trajinaba por el foro, fue
uno de los que consiguió llegar a la cola de la manifestación. Por mor del
destino llevaba una camisa azul; de regreso a casa en la línea cinco del metro,
unos mozalbetes, más de cinco y muy valientes ellos, además con la testosterona
subida por aquello que venir de donde yo venía, al ver mi camisa la
confundieron con las que unos años atrás, bastantes diría yo, las usaban
algunos como uniforme de sus “creencias”, a las que le añadían unas flechas con
algo más en rojo y cantaban himnos bronceando su cara. La verdad que tuve
miedo, y cuando volví a casa comenté que no volvería a usarla más, ya no por
los resultados, sino porque no me confundieran con quien ni por asomo yo tenía
similitud alguna con esa simbología.
Pasado
el tiempo se me olvidó el hecho y volví a utilizar el azul, siempre defendí que
los colores no son patrimonio de nada ni de nadie, aunque algunos se aprovechen
de ellos para diferenciarse. Días atrás en mí pueblo, un amigo de los de
siempre me dijo: “¡chacho me parecías un falangista!”, volvía a ir de azul,
color que por cierto es el que más me gusta; yo le respondí con la frase hecha
de: “¡el hábito no hace al monje!”
Viene
toda esta perorata, y perdón por la petulancia, a la utilización de
circunstancias personales y temporales para hacer sangre a terceras personas a asociaciones,
a organizaciones…, y aquí es donde me
tengo que explicar; el cuento viene porque días atrás se leía y escuchaba que
cierto personaje había cometido un supuesto maltrato contra su mujer, cosa que
ya de por sí es grave, no, gravísimo; pero claro la noticia se magnificaba
cuando se añadía que el interfecto era concejal de un partido político. Pues
esto a mi entender sobraba, bastante tenía ya con ser supuesto acosador. Lo de
añadidura ni lo exime ni lo culpa más de lo que en sí llevaba el hecho.
Otro
tanto le pasó a aquel monje, que sin hábito pero por pertenecer a la
benemérita, se aprovecha de la noche y de la compañía de algún correligionario
del “bebercio”, y cuando en Pamplona otros estaban de diversión, ellos se lo
montaron con la víctima del caso. ¡Valientes ellos! Volvíamos a oír y leer la
noticia con el añadido de que uno se vestía de verde oliva y se ceñía tricornio
acharolado. Pues me da a mí que esto sobraba, ellos eran machos machotes.
Claro
que eso de escudarse en la nocturnidad o detrás de pasamontañas y caretas
aunque sea de día, en la Autónoma y en la puerta del aula Magna que lleva el
rótulo de Tomás y Valiente, les hace a algunos muy pero que muy “valientes”.
Lugar dónde la palabra debe imperar y ser el medio de debate e incluso de
disputa, consiguieron con su “valentía” imponer sus vociferantes diálogos y
acallar a quienes habían que haberles escuchado y después interpelado llegado
el caso.
Pero
volvemos a lo del hábito y el monje, las caretas que son el símbolo y la imagen
de la interpretación, del teatro y la tramoya, ellos la usaron para hacer su
propio teatrillo, convirtiéndose en los
protagonistas y bajando el telón sin haber comenzado el primer acto.
¡Ay, cuánto
monje suelto y los conventos a punto de la ruina!